miércoles, 24 de noviembre de 2010

Franz Kafka




El silencio de las sirenas


Existen métodos insuficientes, casi pueriles, que también pueden servir para la salvación.

He aquí la prueba:

Para guardarse del canto de las sirenas, Ulises tapó sus oídos con cera y se hizo encadenar al mástil de la nave. Aunque todo el mundo sabía que este recurso era ineficaz, muchos navegantes podían haber hecho lo mismo, excepto aquellos que eran atraídos por las sirenas ya desde lejos. El canto de las sirenas lo traspasaba todo, la pasión de los seducidos habría hecho saltar prisiones más fuertes que mástiles y cadenas. Ulises no pensó en eso, si bien quizá alguna vez, algo había llegado a sus oídos. Se confió por completo en aquel puñado de cera y en el manojo de cadenas. Contento con sus pequeñas estratagemas, navegó en pos de las sirenas con inocente alegría.

Sin embargo, las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio. Ningún sentimiento terreno puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido mediante las propias fuerzas.
En efecto, las terribles seductoras no cantaron cuando pasó Ulises; tal vez porque creyeron que a aquel enemigo sólo podía herirlo el silencio, tal vez porque el espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quien sólo pensaba en ceras y cadenas les hizo olvidar toda canción.

Ulises, (para expresarlo de alguna manera) no oyó el silencio. Estaba convencido de que ellas cantaban y que sólo él se hallaba a salvo. Fugazmente, vio primero las curvas de sus cuellos, la respiración profunda, los ojos llenos de lágrimas, los labios entreabiertos. Creía que todo era parte de la melodía que fluía sorda en torno de él. El espectáculo comenzó a desvanecerse pronto; las sirenas se esfumaron de su horizonte personal, y precisamente cuando se hallaba más próximo, ya no supo más acerca de ellas.

Y ellas, más hermosas que nunca, se estiraban, se contoneaban. Desplegaban sus húmedas cabelleras al viento, abrían sus garras acariciando la roca. Ya no pretendían seducir, tan sólo querían atrapar por un momento más el fulgor de los grandes ojos de Ulises.

Si las sirenas hubieran tenido conciencia, habrían desaparecido aquel día. Pero ellas permanecieron y Ulises escapó.

La tradición añade un comentario a la historia. Se dice que Ulises era tan astuto, tan ladino, que incluso los dioses del destino eran incapaces de penetrar en su fuero interno. Por más que esto sea inconcebible para la mente humana, tal vez Ulises supo del silencio de las sirenas y tan sólo representó tamaña farsa para ellas y para los dioses, en cierta manera a modo de escudo.

Franz Kafka


¡Renuncia!


Era muy temprano por la mañana, las calles estaban limpias y vacías, yo iba a la estación. Al verificar la hora de mi reloj con la del reloj de una torre, vi que era mucho más tarde de lo que yo creía, tenía que darme mucha prisa; el sobresalto que produjo este descubrimiento me hizo perder la tranquilidad, no me orientaba todavía muy bien en aquella ciudad. Felizmente había un policía en las cercanías, fui hacia él y le pregunté, sin aliento, cuál era el camino. Sonrió y dijo:

-¿Por mí quieres conocer el camino?
-Sí –dije-, ya que no puedo hallarlo por mí mismo.
-Renuncia, renuncia -dijo, y se volvió con gran ímpetu, como las gentes que quieren quedarse a solas con su risa.

Franz Kafka




Buitres


Érase un buitre que me picoteaba los pies. Ya había desgarrado los zapatos y las medias y ahora me picoteaba los pies. Siempre tiraba un picotazo, volaba en círculos inquietos alrededor y luego proseguía la obra.

Pasó un señor, nos miró un rato y me preguntó por qué toleraba yo al buitre.
-Estoy indefenso -le dije- vino y empezó a picotearme, yo lo quise espantar y hasta pensé torcerle el pescuezo, pero estos animales son muy fuertes y quería saltarme a la cara. Preferí sacrificar los pies: ahora están casi hechos pedazos.

-No se deje atormentar -dijo el señor-, un tiro y el buitre se acabó.
-¿Le parece? -pregunté- ¿quiere encargarse del asunto?
-Encantado -dijo el señor- ; no tengo más que ir a casa a buscar el fusil, ¿Puede usted esperar media hora más?
- No sé -le respondí, y por un instante me quedé rígido de dolor; después añadí -: por favor, pruebe de todos modos.
-Bueno- dijo el señor- , voy a apurarme.
El buitre había escuchado tranquilamente nuestro diálogo y había dejado errar la mirada entre el señor y yo. Ahora vi que había comprendido todo: voló un poco, retrocedió para lograr el ímpetu necesario y como un atleta que arroja la jabalina encajó el pico en mi boca, profundamente. Al caer de espaldas sentí como una liberación; que en mi sangre, que colmaba todas las profundidades y que inundaba todas las riberas, el buitre irreparablemente se ahogaba.

Franz Kafka





Franz Kafka vida y obra



(Praga, 1883 - Kierling, Austria, 1924) Escritor checo en lengua alemana. Nacido en el seno de una familia de comerciantes judíos, Franz Kafka se formó en un ambiente cultural alemán, y se doctoró en derecho. Pronto empezó a interesarse por la mística y la religión judías, que ejercieron sobre él una notable influencia y favorecieron su adhesión al sionismo.

Su proyecto de emigrar a Palestina se vio frustrado en 1917 al padecer los primeros síntomas de tuberculosis, que sería la causante de su muerte. A pesar de la enfermedad, de la hostilidad manifiesta de su familia hacia su vocación literaria, de sus cinco tentativas matrimoniales frustradas y de su empleo de burócrata en una compañía de seguros de Praga, Franz Kafka se dedicó intensamente a la literatura.

Su obra, que nos ha llegado en contra de su voluntad expresa, pues ordenó a su íntimo amigo y consejero literario Max Brod que, a su muerte, quemara todos sus manuscritos, constituye una de las cumbres de la literatura alemana y se cuenta entre las más influyentes e innovadoras del siglo XX.

En la línea de la Escuela de Praga, de la que es el miembro más destacado, la escritura de Kafka se caracteriza por una marcada vocación metafísica y una síntesis de absurdo, ironía y lucidez. Ese mundo de sueños, que describe paradójicamente con un realismo minucioso, ya se halla presente en su primera novela corta, Descripción de una lucha, que apareció parcialmente en la revista Hyperion, que dirigía Franz Blei.

En 1913, el editor Rowohlt accedió a publicar su primer libro, Meditaciones, que reunía extractos de su diario personal, pequeños fragmentos en prosa de una inquietud espiritual penetrante y un estilo profundamente innovador, a la vez lírico, dramático y melodioso. Sin embargo, el libro pasó desapercibido; los siguientes tampoco obtendrían ningún éxito, fuera de un círculo íntimo de amigos y admiradores incondicionales.

El estallido de la Primera Guerra Mundial y el fracaso de un noviazgo en el que había depositado todas sus esperanzas señalaron el inicio de una etapa creativa prolífica. Entre 1913 y 1919 Franz Kafka escribió El proceso, La metamorfosis y La condena y publicó El chófer, que incorporaría más adelante a su novela América, En la colonia penitenciaria y el volumen de relatos Un médico rural.

En 1920 abandonó su empleo, ingresó en un sanatorio y, poco tiempo después, se estableció en una casa de campo en la que escribió El castillo; al año siguiente Kafka conoció a la escritora checa Milena Jesenska-Pollak, con la que mantuvo un breve romance y una abundante correspondencia, no publicada hasta 1952. El último año de su vida encontró en otra mujer, Dora Dymant, el gran amor que había anhelado siempre, y que le devolvió brevemente la esperanza.

La existencia atribulada y angustiosa de Kafka se refleja en el pesimismo irónico que impregna su obra, que describe, en un estilo que va desde lo fantástico de sus obras juveniles al realismo más estricto, trayectorias de las que no se consigue captar ni el principio ni el fin. Sus personajes, designados frecuentemente con una inicial (Joseph K o simplemente K), son zarandeados y amenazados por instancias ocultas. Así, el protagonista de El proceso no llegará a conocer el motivo de su condena a muerte, y el agrimensor de El castillo buscará en vano el rostro del aparato burocrático en el que pretende integrarse.

Los elementos fantásticos o absurdos, como la transformación en escarabajo del viajante de comercio Gregor Samsa en La metamorfosis, introducen en la realidad más cotidiana aquella distorsión que permite desvelar su propia y más profunda inconsistencia, un método que se ha llegado a considerar como una especial y literaria reducción al absurdo. Su originalidad irreductible y el inmenso valor literario de su obra le han valido a posteriori una posición privilegiada, casi mítica, en la literatura contemporánea.



domingo, 21 de noviembre de 2010

Cuento de Eduardo Galeano



Sucedidos 2 - El libro de los Abrazos

Cuento Por: Eduardo Galeano

Antaño Don Verídico sembró casas y gente en torno al boliche El Resorte, para que el boliche no se quedara solo. Este sucedido sucedió, dicen que dicen, en el pueblo por él nacido.

Y dicen que dicen que había allí un tesoro, escondido en la casa del viejito calandraca.
Una vez por mes, el viejito, que estaba en las últimas, se levantaba de la cama y se iba a cobrar la jubilación.

Aprovechando la ausencia, unos ladrones, venidos de Montevideo, le invadieron la casa.
Los ladrones buscaron y rebuscaron el tesoro en cada recoveco. Lo único que encontraron fue un baúl de madera, tapado de cobijas, en un rincón del sótano. El tremendo candado que lo defendía resistió, invicto, el ataque de las ganzúas.

Así que se llevaron el baúl. Y cuando por fin consiguieron abrirlo, ya lejos de allí, descubrieron que el baúl estaba lleno de cartas. Eran las cartas de amor que el viejito había recibido a lo largo de su larga vida.

Los ladrones iban a quemar las cartas. Se discutió. Finalmente, decidieron devolverlas. Y de a una. Una por semana.

Desde entonces, al mediodía de cada lunes, el viejito se sentaba en lo alto de la loma. Allá esperaba que apareciera el cartero por el camino. No bien veía asomar el caballo, gordo de alforjas, por entre los árboles, el viejito se echaba a correr. El cartero, que ya sabía, le traía su carta en la mano.

Y hasta san Pedro escuchaba los latidos de ese corazón loco de la alegría de recibir palabras de mujer.


El derecho de soñar




Eduardo Galeano en palabras de vida, crítica e identidad Latinoamericana


Eduardo Germán Hughes Galeano, nace en Montevideo el 3 de septiembre de 1940. En él conviven el periodismo, el ensayo y la narrativa, siendo ante todo un cronista de su tiempo, certero y valiente, que ha retratado con agudeza la sociedad contemporánea, penetrando en sus lacras y en sus fantasmas cotidianos. Lo periodístico vertebra su obra de manera prioritaria. De tal modo que no es posible escindir su labor literaria de su faceta como periodista comprometido.

A los 14 años entró en el mundo del periodismo, publicando dibujos que firmaba "Gius", por la dificultosa pronunciación castellana de su primer apellido. Algún tiempo después empezó a publicar artículos, que firmó ya como Galeano. Desempeñó todo tipo de oficios: fue mensajero y dibujante, peón en una fábrica de insecticidas, cobrador, taquígrafo, cajero de banco, diagramador, editor y peregrino por los caminos de América.

En sus inicios fue redactor jefe de la prestigiosa revista Marcha (1960-64), publicación que durante décadas dio cobijo a las voces más interesantes de las letras uruguayas y que terminó siendo silenciada en 1974 por la dictadura. En el año 1964 Galeano era director del diario Época. En 1973 tuvo que exiliarse a Argentina en donde funda y dirige la revista literaria Crisis, en la que también destaca la labor del poeta Juan Gelman. En 1975 se instala en España, encontrando un país que estaba a punto de dar un salto histórico cualitativo con la recuperación de la democracia. Reside en Calella, al norte de Barcelona. Publica en revistas españolas y colabora con una radio alemana y un canal de televisión mexicano.

Sus primeros escritos son reportajes de corte político en los que la realidad aparece continuamente golpeada por las circunstancias. Tanto el reportaje titulado "China" (1964) como "Crónica de un desafío", del mismo año, o "Guatemala, un país ocupado" (1967) reflejan una escritura de urgencia, de denuncia, que retrata la cotidianeidad de unos tiempos difíciles con una escritura situada siempre en primera línea de los hechos que vertebran el presente. Con "Las venas abiertas de América latina" (1971), explicativo título, logró su obra más popular y citada, condenando la opresión de un continente a través de páginas brutalmente esclarecedoras que se sumergen en la amargura creciente y endémica de América Latina. Esta obra ha sido traducida a dieciocho idiomas y mereció encendidos elogios desde diversos sectores. El escritor alemán Heinrich Böll, Premio Nobel de Literatura en 1972 y autor de "Opiniones de un payaso", obra clave de la literatura contemporánea, llegó a decir a propósito de la obra de Galeano que pocas obras en los últimos tiempos le habían conmovido tanto.

Junto al Galeano periodista empieza a aparecer el Galeano narrador que prolonga en sus obras su visión de América Latina. De la novela corta "Los días siguientes" (1963) a los relatos contenidos en "Vagamundo" (1973) pasan diez años pero se mantiene una misma percepción de las cosas, continuada en "La canción de nosotros" que merecío el premio Casa de las Américas de 1975. En Galeano el contexto político y social no puede eludirse y es el marco central en el que transitan sus historias. "Días y noches de amor y de guerra" (1978) se enmarca en los difíciles días de la dictadura en Argentina y Uruguay.

Con la "Memoria del fuego" hay una recuperación del pasado indigenista. Esta obra narra la odisea de las dos Américas, centrándose en los hechos más cotidianos, componiendo una trilogía febril e incisiva, apoyada en la rigurosidad de las fuentes y en la que se entrecruzan crónicas históricas con pinceladas del presente, siempre en busca de un futuro más justo. De aquella trilogía histórica formaban parte "Los nacimientos" (1982), "Las caras y las máscaras" (1984) y "El siglo del viento" (1986). En los tres libros hay un mismo objetivo y como dice el periodista italiano Gianni Miná, una voz incisiva y militante que trata de impedir que se olvide la tragedia que asola a quienes viven en el más completo subdesarrollo.

"La memoria del fuego" está estructurada en torno a pequeñas vivencias cotidianas que es en donde encuentra Galeano la verdadera grandeza del ser humano. La intrahistoria es el universo en el que caminan las obras del escritor uruguayo, al margen de grandes gestas y de sucesos grandilocuentes, que se apartan del hombre de a pie y del verdadero devenir de los acontecimientos históricos. Son, en palabras de Galeano, historias pequeñas, pero no minimalistas.

Joan Manuel Serrat toma prestado un fragmento de una de estas historias de la "Memoria del fuego" para ilustrar a modo de presentación en sus recitales el tema "Che Pykasumi", que el cantautor interpreta en lengua guaraní.

Un año antes de la publicación de "El siglo del viento" y una vez terminada la dictadura uruguaya regresa a Montevideo. Tres años después firma "El libro de los abrazos", de contenido más sutil y poético. El propio Galeano definiría de este modo la raíz de esta obra: "Creo que un autor al escribir abraza a los demás. Y éste es un libro sobre los vínculos con los demás, los nexos que la memoria ha conservado, vínculos de amor, solidaridad. Historias verdaderas vividas por mí y por mis amigos, y como mi memoria está llena de tantas personas, es al mismo tiempo un libro de "muchos"... Es un equívoco que ha fragmentado los lazos de solidaridad, que ha condenado a este mundo de finales de siglo a tener hambre de abrazos, a padecer de soledad, el peor tipo de soledad: la soledad en compañía. Es el mismo proceso que se manifiesta con la pobreza".

Precisamente en "El libro de los abrazos", uno de los libros más exitosos y logrados de Galeano, está contenido un pequeño relato titulado "La noche". Este relato dividido en cuatro partes sirvió de inspiración a Serrat para su canción "Secreta mujer" que formó parte del álbum "Sombras de la China" (1998):


LA NOCHE / 1
No consigo dormir. Tengo una mujer atravesada entre los párpados. Si pudiera, le diría que se vaya; pero tengo una mujer atravesada en la garganta.

LA NOCHE / 2
Arránqueme, Señora, las ropas y las dudas. Desnúdeme, desdúdeme.

LA NOCHE / 3
Yo me duermo a la orilla de una mujer: yo me duermo a la orilla de un abismo.

LA NOCHE / 4
Me desprendo del abrazo, salgo a la calle.
En el cielo, ya clareando, se dibuja, finita, la luna.
La luna tiene dos noches de edad.
Yo, una.

El mismo año de "El libro de los abrazos" aparece "Nosotros decimos no". En 1992 publica "Ser como ellos y otros artículos" y un año después "Las palabras andantes", recopilación de cuentos y reflexiones ilustrados por el artista brasileño José Francisco Borges. El propósito de Galeano en los 90 sigue siendo el mismo que le había impulsado en las otras décadas. Palpar la realidad para mostrarla en un libro. Como respiro, muestra su pasión por el fútbol y lo reivindica desde la literatura, al modo que también hará Javier Marías, en un libro titulado "El fútbol a sol y sombra".

En 1998 Galeano ofrece en "Patas arriba. La escuela del mundo al revés", otro de esos libros de denuncia que no edulcoran el presente ni rehuyen de sus sombras. Es por tanto Galeano un ejemplo de coherencia en una obra que sirve siempre de guía a la hora de definir un continente como el de América Latina que debe seguir cerrando heridas. La voz de Galeano suena clara en el marasmo de intereses e injusticias cotidianas. Más allá de una obra literariamente sólida, está la figura del cronista que persigue injusticias, que conjura temores, que rescata del abismo personajes e historias postergadas.

La obra de Eduardo Galeano nos convoca a mirar qué pasado hemos levantado y qué futuro estamos dejando para nuestros descendientes. Establece un frente común contra la pobreza, la miseria moral y material, la hipocresía de un mundo que sigue abriendo cada vez más distancias entre los que tienen y los que no tienen. Lo demagógico puede ser un riesgo inevitable en este tipo de propuestas, pero Galeano la salva con un estilo conciso, brillante y, sobre todas las cosas, necesario. En Eduardo Galeano hay un compromiso constante con el ser humano y sobre todo una fidelidad a unas ideas que condenan el neoliberalismo y que siguen apostando por un socialismo real, no de andar por casa, y que de alguna forma recupere el pulso perdido, lejos del presente en el que el hombre es visto como una mercancía y en el que parece que no hay lugar para las utopías. Eduardo Galeano reside desde 1985, -tras finalizar la dictadura uruguaya-, en su Montevideo natal donde sigue haciendo su literatura y su periodismo de marcado tinte político. En la actualidad dirige su editorial llamada "El Chanchito".

Su narrativa está acosada por la realidad inmediata de América Latina, transformándose sus obras, traducidas a más de veinte idiomas, en un archivo histórico-cultural de todo el continente.




BIBLIOGRAFÍA:

1962- Los días siguientes (novela)
1964- China 1964: Crónica de un desafío (literatura histórica)
1967- Los fantasmas del día del léon y otros relatos (ficción)
1967- Guatemala: Clave de Latinoamérica (literatura histórica)
1967- Reportajes: Tierras de Latinoamérica, otros puntos cardinales, y algo más (literatura histórica)
1971- Siete imágenes de Bolivia (literatura histórica)
1971- Las venas abiertas de América Latina (literatura histórica)
1972- Crónicas latinoamericanas (literatura histórica)
1973- Vagabundo (novela)
1975- La canción de nosotros (novela)
1977- Conversaciones con Raimon (novela)
1978- Días y noches de amor y de guerra (novela)
1980- La piedra que arde (novela)
1981- Voces de nuestro tiempo (literatura histórica)
1982- Memorias del fuego I - Los nacimientos
1984- Memorias del fuego II - Las caras y las máscaras
1985- Contraseña (novela)
1986- Memorias del fuego III - El siglo del viento
1986- Aventuras de los jóvenes dioses (ficción)
1989- Nosotros decimos no: Crónicas (1963-1988)
1989- El libro de los abrazos (novela)
1993- Las palabras andantes (novela)
1995- El fútbol a sol y sombra (novela)
1995- Las aventuras de los dioses
1998- Patas arriba. La escuela del mundo al revés

domingo, 7 de noviembre de 2010

Sin palabras Por: Yasunari Kawabata




Sin palabras

Cuento Por: Yasunari Kawabata

Se dice que Omiya Akifusa no volverá a decir una palabra. El novelista, que tiene sesenta años, tampoco volverá a escribir una sola letra. Es decir, además de que no volverá a escribir novelas, ni siquiera una palabra suelta.

Su mano derecha está paralizada, tanto como su lengua. Pero parece que conserva algún movimiento en la izquierda, por lo que creo que, si quisiera, podría escribir. No tiene que ser una frase perfecta. Podría escribir con trazos gigantes de katakana cuando necesite algo. Aunque haya quedado impedido para hablar y hacer gestos podría escribir así sea con un katakana quebrado como medio para comunicar lo que siente. Así, al menos, los malentendidos serían menores.

Por muy confusas que sean las palabras ciertamente son fáciles de entender que un gesto torpe. Supongamos que el viejo Akifusa quisiese mostrar, con los labios estirados para sorber o con el ademan de una mano que se lleva una compa a la boca, que desea beber algo. Le resultaría muy difícil expresar cuál de estas cuatro bebidas es la que quiere. Agua, té, leche o un remedio. ¿Cómo distinguiríamos entre el agua y el té? Sería más claro que pudiese escribir o . Aún más, con la simple letra a o t se le entendería.

Resulta extraño, ¿verdad?, que un hombre que pasó más de cuarenta años de su vida usando letras y caracteres para escribir palabras, las haya perdido por completo. Todavía conoce la delicadeza y la precisión de su extraordinario poder, pero se encuentra prisionero de ellas. Las simples letras a o t serían mucho más elocuentes que todas las palabras que estuvo escribiendo como un caudal torrencial a lo largo de su vida. Creo que poseen más fuerza.

Planeé que estas serían las palabras que le diría cuando le hiciera una visita.
Para ir en automóvil de Kamakura a Zushi hay que atravesar un túnel, y el camino no es muy agradable. Justo antes del túnel hay un crematorio. Y existe el rumor de que últimamente aparece por allí un fantasma. Dicen que el espectro de una mujer joven se sube a los automóviles que pasan bajo el crematorio por la noche.

Puesto que era todavía de día, no tenía por qué preocuparme. Sin embargo, le pregunté al conductor, que parecía una persona amable.
-Yo todavía no la he visto. Pero en la empresa hay alguien a quien le ha pasado. Y no sólo en la nuestra. También a taxistas de otras compañías les ha pasado lo mismo. Por eso, cuando tenemos que tomar esta ruta de noche, hemos acordado ir con algún compañero – dijo el conductor. Parecía un tema que ya había repetido tantas veces que le resultaba molesto.

-¿Y por dónde sale?
-Por esta zona. Siempre al regresar de Zushi con el taxi vacío.
-Y cuando van pasajeros, ¿no se aparece?
-Bueno, lo que he oído es que sucede en los taxis que regresan vacíos. El espectro se sube al taxi de repente en los alrededores del crematorio. No hay que detener el taxi para que se suba. Tampoco se sabe en qué momento lo hace. El chofer siente algo extraño al volver la cabeza, se encuentra con una mujer que va sentada en el asiento de atrás, pero cuya figura no se refleja en el retrovisor.

-¡Qué extraño! Supongo que lo del retrovisor es porque los fantasmas no se reflejan en los espejos.
-Eso es lo que dicen, que los fantasmas no producen reflejo, aunque puedan ser vistos por ojos humanos.
-Sí, pero me imagino que los ojos de las personas sí la ven. Los espejos no son tan impresionables – quise explicar. Pero no continué porque advertí que son humanos los ojos que miran los espejos.
-Sin embargo, sólo dos o tres personas la han visto- dijo el conductor.
-¿Y hasta dónde viaja?
-El conductor se asusta y acelera sin pensar, y al entrar en el centro de Kamakura, cuando menos se lo espera, la mujer ya ha desaparecido.
-Debe ser una mujer de Kamakura, entonces. Seguramente quiere regresar a su pueblo. ¿No saben quién podría ser?
-Yo no sé tanto…
El taxista, aunque supiera algo o aunque a veces conversara con otros colegas sobre quién podría ser o de dónde podría venir, no se lo iba a decir abiertamente a un pasajero.
-Viste Kimono y es una mujer bastante bonita. No como se dice de las que paran el tráfico, claro. La cara de un espectro no despierta ese tipo de pasiones.
-¿Dice algo?
-He oído que no habla. Estaría bien que al menos diera las gracias, ¿no? Pero claro, cuando los fantasmas hablan no hacen otra cosa que quejarse.

Antes de entrar en el túnel volví la cabeza para mirar hacia la montaña en donde estaba el crematorio. Ese era el crematorio de Kamakura, así que era natural que los muertos allí incinerados quisieran volver a Kamakura. Me parecía muy bien que una mujer los representara simbólicamente y se subiera a un tren vacío en medio de la noche. Yo, sin embargo, no creía la historia.

-Yo diría que los fantasmas no van en taxi. ¿No son seres que pueden trasladarse libremente a cualquier lugar y aparecerse en cualquier sitio?
La casa de Omiya Akifusa se encontraba justo a la salida del túnel.
Eran las cuatro de la tarde. El cielo nublado tenía un leve color de durazno. Era el tinte de la llegada de la primavera. Me detuve delante del portón de la casa de Omiya para tranquilizarme un poco
Habían transcurrido ocho meses desde que el viejo Akifusa se hubiera convertido en un espectro viviente. Durante este tiempo sólo lo había visto dos veces. La primera vez, cuando tuvo el derrame. Akifusa era un respetado escritor, más de treinta años mayor que yo, y de quien había recibido favores. Me fue muy doloroso verlo convertido en esa figura fea y miserable.

Pero sabía que si tenía un segundo ataque, ese sería probablemente el final. La distancia entre Zushi y Kamakura, dos ciudades colindantes, era muy corta, y la tardanza en visitarlo se me estaba volviendo insostenible. No son pocas las personas que han muerto mientras yo me decidía a visitarlas. Me he acostumbrado a decir que así es la vida. He pensado pedirle el favor a Akifusa de que me escriba algo en media hoja de papel, pero la idea de repente pierde todo sentido. Y eso me ha pasado ya varias veces. No es que crea que eso es algo que no me va a suceder a mí. Soy consciente de que yo mismo puedo morir en mitad de la noche o de una tempestad, y eso no hace me cuide más.

Conocí a otros escritores que murieron de derrame cerebral, ataque al corazón o insuficiencia coronaria. Pero no había a nadie que, como el viejo Akifusa, hubiera quedado paralítico. Si se considera que no hay mayor desgracia que la muerte, es posible concluir que la prolongación de la vida de Akifusa, a pesar de haber quedado inválido y sin esperanza de recuperación, fue una bendición. Pero no es fácil sentir esa bendición. Tampoco sabemos si Akifusa se siente feliz o desgraciado.

Han pasado ocho meses desde el ataque de Akifusa. Parece que son muy pocos los que todavía lo visitan. Comunicarse con un viejo sordo es difícil. Más difícil es comunicarse con un mundo que lo oye todo. Y más desagradable que decirle algo a un sordo es no comprender si la otra persona ha entendido lo que le decimos y quiere contestar algo.

Akifusa perdió muy temprano a su esposa. Sin embargo, su hija Tomiko permaneció a su lado. Akifusa había tenido dos hijas. La mayor se caso, y Tomiko, la menor, se fue a vivir con su padre. Puesto que ella se encargó del cuidado de la casa, Akifusa no volvió a casarse y, en lugar de perder su libertad, llevó la vida alegre de un soltero sin ataduras. Tomiko por lo mismo, debió sacrificarse por su padre. El hecho de que se haya mantenido soltero a pesar de sus varias aventuras amorosas lo lleva a uno a preguntarse si Akifusa no cedió a los efectos debido a una gran fuerza de voluntad o existió alguna otra razón.

La hija menor, la más parecida a su padre, era alta y de facciones finas. No era el tipo de muchacha que se queda soltera. Por supuesto, ya se le había pasado el tiempo de su juventud – estaba cerca de los cuarenta años- y apenas usaba cosméticos, pero irradiaba una sensación de pureza. Parecía haber tenido desde siempre una naturaleza apacible y no se advertía en ella ni la amargura ni la acidez de una solterona. Tal vez la consagración a su padre.

En lugar de hacerlo con Akifusa, la gente que venía de visita conversaba con Tomiko, que permanecía sentada junto a la almohada del padre.

Me impresionó ver lo demacrada que estaba. Mi sorpresa era absurda, pues era natural que hubiese adelgazado. Pero me deprimió ver que Tomiko había envejecido y se había arrugado de repente. Pensé que las preocupaciones domésticas le eran penosas.

Una vez dichas las palabras de rigor en una visita de cortesía a un enfermo, me quedé sin palabras y solté imprudentemente:

-¿Ha oído el rumor de un fantasma que sale del otro lado del túnel? Precisamente ahora venía escuchando al conductor del taxi.
-¿Ah sí? Me paso el día encerrada en la casa. No he oído nada- dijo Tomiko con deseos de no saber más. Yo, aunque pensé que era mejor no hablar más, le hice un resumen. Y terminé diciendo:

-Pues es un cuento difícil de creer… Por lo menos, hasta haberlo visto. E incluso viéndolo, uno podría no creer pues también existen las ilusiones.
-Pues esta noche cuando regrese a casa, señor Mita, intente ver si es cierto que se aparece o no- comentó Tomiko de un modo extraño.

-Ya, pero los fantasmas no se aparecen mientras es de día
-Pero si se queda a cenar, podrá regresar de noche.
-No, ya va siendo hora de irme. Además parece que la mujer sólo sube a los taxis vacíos.
-Así que no tiene por qué preocuparse. Mi padre dice que está muy contento con su visita y que le gustaría que se quedara más tiempo. Papá, ¿verdad que estás invitando al señor Mita a comer?

Volví a mirar a Akifusa. Desde la almohada el viejo pareció mover afirmativamente la cabeza.

¿Estaba contento de que hubiera venido? El blanco de sus ojos era sucio y le colgaban unas legañas amarillentas. Desde el fondo turbio de sus ojos parecían brillarle las pupilas. Si ese brillo estallara en una llamarada le sobrevendría un segundo derrame. Me sentí angustiado de que eso pudiera sucederle ahora.

-Pienso que si me quedo mucho tiempo voy a cansar al maestro...
-No se preocupe… Mi padre no se cansará- dijo con firmeza Tomiko. Creo que a usted le desagrada que lo retenga al lado de un enfermo como mi padre, pero cuando está con él un escritor, mi padre recuerda que él mismo también es escritor…
-Ya veo…
Aunque me quede un poco sorprendido por el cambio que advertí en el modo de hablar de Tomiko, resolví permanecer un rato más.
-Estoy seguro de que el maestro siempre tiene conciencia de ser escritor.

--Hay una novela de mi padre en la que he pensado con frecuencia desde que le sucedió el percance. En ella escribió sobre un joven que le enviaba unas cartas. El muchacho se volvió loco y le recluyeron en un manicomio. Por ser peligroso no le permitían tener ni plumas ni tinteros, ni lápices. Lo único que podía en la habitación eran resmas de papel de escribir. Cuentan que se pasaba el día frente el papel en blanco escribiendo… O más bien, con la idea de que estaba escribiendo. Porque el papel permanecía en blanco. Lo que he dicho hasta aquí fueron los hechos. Lo que sigue es el relato de mi padre. Cada vez que mi madre iba a hacerle una visita al muchacho le decía: --Mamá, he escrito algo. ¿Me lo lees, por favor?-- Al ver la hoja de papel sin una letra, la madre sentía ganas de llorar. Sin embargo, mostraba un rostro sonriente y le decía:--¡Está muy bien escrito. ¡Qué interesante!--. Con mucha frecuencia, importunada por los ruegos de su hijo, la madre le leyó la hoja en blanco. Se le ocurrió contarle sus propias historias, haciendo ver que las leía. En eso consiste la idea de papá. La madre le cuenta al joven su niñez. El joven loco cree que lo escucha es el documento que él escribió con sus propias memorias. Los ojos le brillan de orgullo. La madre no sabe si él comprende o no lo que le cuenta. Sin embargo, al repetir la historia cada vez que lo visita, se va volviendo poco a poco más hábil hasta que llega un momento en que tiene la impresión de estar leyendo de verdad una obra a su hijo. Recuerda cosas que había olvidado. También los recuerdos del hijo se van tornando más hermosos. El hijo convoca el relato de la madre, colabora con ella, reconstruye los hechos. No hay modo de saber si se trata del relato de la madre o del relato del hijo. Mientras la madre está contando la historia se olvida de sí. Puede olvidar la locura del hijo. Mientras el hijo escucha la lectura con tanta concentración, no es posible discernir si está loco o no. Durante unos instantes el alma de la madre y del hijo se funden en una sola. Se sienten felices como si estuvieran viviendo en el cielo. Y así, mientras se repite esta experiencia, la madre sigue leyendo hojas en blanco convencida de que el hijo ha de sanar de su locura.


-Se refiere a La madre que podía leer, uno de los textos más brillantes del maestro Omiya, ¿verdad? Una obra inolvidable.
-El libro está escrito en primera persona: el –yo- del hijo. En varios de esos recuerdos del joven se mezclan cosas de cuando mi hermana y yo éramos niñas. Están escritas como si fuéramos hombres…
-¿Ah, sí?
Era la primera vez que lo oía.
-No tengo la menor idea de por qué escribió mi padre una novela como esa. Ahora que está en este estado, esa novela me da miedo. Aunque mi padre no se ha vuelto loco y yo no tengo la habilidad como la madre del relato, de leer una novela de la cual mi padre no ha escrito una palabra, creo, sin embargo, que en este momento él está escribiendo en su cabeza una novela.

Tomiko debió de decir esto para que la escuchara el viejo Akifusa. A mí me pareció escalofriante y no supe qué decir.
-Pero el maestro tiene muchos libros excelentes. Su caso es muy distinto al del muchacho novelista.

-Tal vez sí. Yo pienso, sin embargo, que a mi padre le gustaría escribir algo.
-Sobre eso tal vez haya opiniones diversas.
En cuanto a mí, lo hecho por el viejo Akifusa era ya más que suficiente. Ignoro lo que yo hubiera hecho en su caso.
-No tengo la capacidad de escribir en lugar de mi padre, pero sería maravilloso escribir La hija que podía leer…

Su voz sonó como la de una muchacha en el infierno. Me pareció que Tomiko se había convertido en una mujer capaz de decir tales cosas porque estaba decidida a cuidar a un padre que parecía un espectro en vida. Algo de Akifusa se había apoderado de ella. Se me ocurrió que el día en que Akifusa muriera esa muchacha escribiría unas memorias terribles. Sentí un odio profundo y dije:

-¿Y por qué no intenta escribir algo sobre el maestro?
Omití decir --mientras él maestro esté vivo--. Recordé unas palabras de Marcel Proust que hablan de un cierto noble que, habiendo difamado a muchas personas en unas memorias que estaban a punto de ser publicadas, dijo: --Me voy a morir. Espero que no abusen de mi nombre porque ya no podré responder--. Por supuesto que este no es el caso de Akifusa y Tomiko. Creo que no son dos personas independientes y que, a pesar de tratarse de padre e hija, existe entre ellos una mística, quizá enfermiza, comunión afectiva.

La estrambótica idea de que Tomito, con la intención de convertirse en su padre, intentara escribir sobre sus cosas, se apoderó también de mí.

¿Resultaría un juego vacío de palabras? ¿Sería una obra de arte sorprendente? De cualquier manera, sería un consuelo para ambos. Akifusa, que existía en completo silencio, se liberaría de su carencia de palabras. La falta de palabras es intolerable.

-El maestro comprendería lo que usted escribiese y, puesto que él mismo podría evaluarlo, no sería lo mismo que leer una página en blanco. Sería como si su padre verdaderamente escribiera, leyera y oyera sus propias cosas.
-¿Cree usted que lo escrito sería obra de mi padre? Aunque fuese sólo un poquito…
-De ese poco no tengo duda. Algo más que eso dependerá de los dioses o de la armonía efectiva entre ustedes dos. No sabría decirlo.

Un libro hecho de esta manera tendría más vida que unas memorias escritas después de la muerte del viejo. Si resultase viable, aún el diario transcurrir de un Akifusa en su estado actual podría convertirse en una preciosa vida literaria.

-Aunque esté sin palabras el maestro puede ayudarla y corregirla.
-No tendría ningún sentido que acabara convirtiéndolo en algo mío. Voy a consultarlo cuidadosamente con mi padre- dijo Tomiko con una voz animada-.
Me pareció que una vez más había hablado demasiado. ¿Estaría empujando al combate a un soldado profundamente herido? ¿Estaría violentando el límite sagrado del silencio? No se trataba de que Akifusa, queriendo escribir, no pudiera hacerlo- podría escribir letras o caracteres si quisiera. Él parecía más bien vivir sin palabras a causa de un dolor y una culpa muy profundos. ¿A mí mismo no me había enseñado la experiencia que ninguna palabra puede decir tanto como el silencio?

Sin embargo, si Akifusa iba a permanecer sin palabras y sus palabras hubieran de venir de Tomiko, ¿no es esa también una forma del poder del silencio? Si alguien carece de palabras, otro puede expresarse por él. Todo habla.

Tomiko se puso en pie y dijo:
-¡Ah! ¿Sí? Papá me está diciendo que ya es hora de que le ofrezca algo, como una copa de sake.
Sin pensarlo, volví a mirar a Akifusa. No había el menor indicio de que el viejo hubiese dicho algo.
Tomiko salió y nos dejó a los dos solos. Akifusa volvió el rostro en mi dirección. Estaba sombrío. ¿Deseaba decir algo? ¿Estaba irritado por verse en esa situación en que se suponía que tuviera que decir algo? Fui yo el que no tuvo más remedio que hablar.
-Maestro, ¿qué piensa sobre lo que acaba de decir Tomiko?
-….
Mi interlocutor no tenía palabras.
-Maestro, usted es capaz de volver a hacer una obra extraña, muy diferente a La madre que podía leer. Eso fue lo que comencé a sentir mientras hablaba con Tomiko.
-…
-Usted nunca escribió una novela en primera persona ni una autobiografía. Pero ahora que no puede escribir por sí mismo, hacer una obra de este género por medio de la mano de otro puede convertirse en un medio de revelar novedosamente uno de los destinos del arte. Yo tampoco escribo sobre mis cosas. Y creo que no podría hacerlo aunque me lo propusiera. Pero me parecería muy interesante seguir escribiendo a pesar de carecer de palabras y no sé si sentiría la alegría de preguntarme si lo allí escrito es propio, si ese soy yo, o si abandonaría el experimento como algo inhumano.
-…
Tomiko regresó trayendo sake acompañado de un aperitivo.
-¿Puedo ofrecerle un trago?
-Gracias. Espero que el maestro me perdone por beber delante de él, pero se lo acepto.
-Los enfermos como él no son buenos conversadores, ¿verdad?
-¡Oh no! En realidad, he continuado hablando de lo que estábamos conversando.
-¿Ah, sí? Pues yo he pensado mientras calentaba el saje que podría ser entretenido si escribiera, tomando el lugar de mi padre, sobre las aventuras amorosas que tuvo después de la muerte de mamá. Hay cosas que mi padre me contó pormenorizadamente y que ahora recuerdo aunque él las haya olvidado… Creo que usted está enterado de que cuando mi padre sufrió el derrame vinieron corriendo dos mujeres.
-¡Así es!
- No sé si habrá sido porque mi padre va a permanecer en este estado largo tiempo o porque yo vivo con él, lo cierto es que no han vuelto a aparecer. Pero yo sé muchas cosas que mi padre me contó sobre ellas.
-Sin embargo, él no las verá de la misma manera que usted- lo que dije era obvio, pero Tomiko pareció ofenderse-.
-No puedo pensar que mi padre haya contado falsedades, y me parece que con el tiempo he ido comprendiendo cada vez más sus sentimientos… -dijo, y –se puso en pie- pero ¿por qué no se lo pregunta usted mismo? Voy a preparar la cena y regreso en un momento.


-No se preocupe por mí.
Salí con Tomiko y le pedí una copa. Para conversar con un mudo lo mejor es beberse el trago rápidamente.
-Maestro, también sus amores se han convertido en propiedad de Tomiko, ¿verdad? Supongo que así es como funciona lo que llamamos --nuestro pasado--.
Dudé de usar la palabra –muerte-- y acabé usando la palabra –pasado--. Sin embargo, mientras Akifusa viviera, el pasado seguiría siendo propiedad del viejo. ¿O habría que verlo como una especie de propiedad compartida?
-Si fuera posible donar el pasado creo que dudaríamos en hacerlo, ¿no es verdad?
-….
-Lo que llamamos –pasado-- no es propiedad de nadie. Pero si me presionaran a decir algo, diría que tal vez sólo ejercemos propiedad sobre las palabras presentes que cuentan el pasado. Y no sólo sobre las propias. Porque no es necesario saber de quién son las palabras. Pero, espere, ¿no es siempre lo que llamamos instante presente un momento sin palabras? Así, aunque una persona esté conversando como yo, el --instante presente- - en sonidos como y o o, ¿no es un silencio sin sentido?
-…
-¡No! No quiero decir que el silencio, como en su caso, maestro, no tenga sentido... También a mí me gustaría mientras viva quedarme por un momento sin palabras.
-….
-Hay algo que se me ocurrió antes de venir a visitarlo. Aunque pareciera que el maestro puede escribir por lo menos en Katakana, sin embargo no escribe ni siquiera una letra. ¿No le parece esto inconveniente? Podría pedir aquello que necesita, por ejemplo, té o agua, usando sólo las letras t o a…
-…
-¿Hay alguna razón profunda para no escribir nada?
-…
-¡Ah, ya entiendo! Si una sola letra como te o a basta para solicitar un servicio, también sonidos como w o s tendrían sentido. Es como el balbuceo de un niño, ¿verdad? El amor materno lo comprende. Como sucede en su novela la madre que podía leer, ¿no es así? El balbuceo de un niño es el principio de la palabra, por lo tanto el amor es el principio de la palabra. Suponga, maestro, que decidiese decir --muchas gracias--, con sólo la letra a. Imagínese la alegría que le daría a su hija Tomiko si de vez en cuando escribiese la letra a.
-….
-Pienso, maestro, que esa sola a desbordante de amor tendría más fuerza que todas las novelas escritas en cuarenta años.
-…
-¿Por qué está callado, maestro? Tal vez pueda decir –ahahah-- aunque lo haga babeando. Por favor intente escribir a.
-…
Estaba a punto de llamar a Tomiko a la cocina para que me trajera lápiz y papel cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo.
-¡No debo hacer esto! Estoy un poco borracho. ¡Perdone la grosería!
-…
-Maestro, he perturbado este silencio en el que usted había entrado con tanto trabajo
-…
Tomiko retornó a la salita y durante un rato tuve la sensación de que había estado gagueando. No había hecho más que dar vueltas en torno al silencio del viejo Akifusa. Tomiko pidió prestado el teléfono de una pescadería cercana y llamó al taxista que me había traído.
-Mi padre dice que vuelva a hablar con él de vez en cuando.
-¡Así será!- respondí como para salir del paso, y me subí al taxi.
-Veo que vino acompañado.
-Apenas está comenzando a anochecer y llevamos un pasajero. Por lo mismo no creo que se vaya a aparecer, pero por si acaso…
Atravesamos el túnel hacia Kamakura y nos acercamos al sitio del crematorio. De repente, el automóvil empezó a volar como una exhalación.
-¿Está aquí?
-¡Sí! ¡Ahí sentada a su lado!
-¡Ah!
La borrachera me desapareció en un instante. Miré de reojo.
-¡No me asuste, que esto no tiene gracia!
-¡Ahí la tiene! ¡Ahí mismito!
-¡No diga mentiras! Y vaya más despacio que es peligroso.
-¡Ahí está sentada! ¿No la ve señor?
-No se ve. Yo no puedo verla… - y al decir esto empecé a sentir frío. Pero haciéndome el valiente pregunté-: Y sí está aquí, ¿no debería decirle algo?
-¡Ni… ni… en broma! El que habla a un fantasma queda paralizado. Embrujado. ¡Es escalofriante! ¡Ni se le ocurra! Llevémosla callados hasta Kamakura.

Primera nieve en el monte Fuji
Verticales de bolsillo
Yasunari Kawabata




(Yasunari Kawabata, 11 de junio de 1899 - 16 de abril de 1972)

Fue el primer japonés en ganar el premio Nobel de Literatura en 1968. Nació en Osaka. En 1920 ingresa a la Universidad de Tokio en la carrera de Literatura en Lengua Inglesa, y un año después cambia a la de Literatura del Japón. Mientras cursaba la universidad se publica el sexto "Shinjichō" (Shinjichō, literalmente la nueva tendencia del pensamiento) donde publica algunos de sus trabajos, con lo que se abre el camino al mundo literario.

En 1924 termina la universidad, y aparece el primer número de "Bungei-jidai" (Época del Arte Literario), una revista de un grupo de intelectuales al que pertenecía.

Esta publicación reunía a nuevos y prometedores literatos que al escribir utilizaban un estilo (el Shinkankaku-ha la nueva escuela de las sensaciones) donde la composición constaba en la aprehensión sensitiva de la realidad a la manera de los intelectuales. Debuta como escritor al publicarse La bailarina de Izu en 1927, alcanzando la consagración en Japón diez años más tarde con País de nieve.

Recibe la medalla Goethe en Frankfurt en 1959. Gana el Nobel de literatura en 1968, y da el discurso de nombre "Del hermoso Japón, su yo" (Utsukushii Nihon no watashi). Aunque las circunstancias de su muerte no están totalmente claras, se cree que se suicida inhalando gas tres años después.

Libros del autor:

-La bailarina de Izu (Izu no Odoriko 1926)
-La pandilla de asakusa (1930, publicada por entregas en el diario popular Asahi entre diciembre de 1929 y febrero de 1930)
-País de nieve ( Yukiguni 1935)
-Mil grullas (Senbazuru 1949)
-El Maestro de Go ( Meijin 1951)
-El rumor de la montaña (Yama no Oto 1949-54)
-El lago (Mizuumi 1954)
-Primera nieve en el monte Fuji (Recopilación de cuentos, 1958)
-La Casa de las Bellas Durmientes (1961)
-Lo bello y lo triste (Utsukushisa to Kanashimi to 1964)
-Historias de la Palma de la Mano (1972)
-Kioto (Koto, 1962; traducido al inglés en 1987)

miércoles, 13 de octubre de 2010

De cómo se salvó el lector



















Respuestas

-¿Qué tienes para consolar la tumba,
Corazón insolente, corazón en rebeldía?
El fruto maduro pesa y se desprende.
¿Qué tienes para consolar la tumba?
-Tengo el caudal de haber sido.

-¿Qué tienes para soportar la vida,
Corazón loco, corazón pronto al hastío?
Corazón sin esperanza y sin deseo,
¿Qué tienes para soportar la vida?
-Piedad, por lo que ha de pasar.

-¿Qué tienes para despreciar a los hombres,
Corazón duro, corazón rompible?
¿Qué tienes para despreciar a los hombres?
¿Qué eres más de lo que somos?
-Capaz de despreciarme.

Marguerite Yourcenar
Versión de Silvia Barón-Supervielle


En este apartado recordamos a la escritora y su sentido más poético en la escritura, una escritura que además de seducir construye con imágenes en el lector una nueva visión de la vida y el arte, una visión cargada de color y esfuerzo fantástico que se condensa en las palabras, encontramos un video que imagina a Wang-fo y unas palabras que dibujan un lector, el escape de Wang-fo se encuentra en los que son capaces de pintar con él una salida en la lectura.

Marquerite Yourcenar fue Poeta, novelista e historiadora belga de origen francés nacida en Bruselas en 1903. Huérfana de madre desde su nacimiento, fue educada con gran esmero por su padre quien fomentó en ella el interés por la literatura. Publicó la primera colección de poemas en 1921 bajo el título "El jardín de las quimeras" y una segunda colección en 1922 denominada "Los dioses no han muerto".

Viajó a Estados Unidos en 1939 como catedrática de Literatura comparada en el Instituto Sarah Lawrence College de Nueva York, y posteriormente estableció su residencia definitiva en el estado de Maine, obteniendo la nacionalidad norteamericana en 1948. Fue reconocida mundialmente por la publicación de la novela "Las memorias de Adriano" en 1951, fama consolidada con otras novelas entre las que sobresale "Opus Nigrum" en 1968. En 1980 fue galardonada con la Legión de Honor y nombrada miembro de la Academia Francesa. Falleció en diciembre de 1987.

Yourcenar escribió en 1938 el libro, Cuentos orientales, que incluye el cuento de cómo se salvó Wang-fo, cuento que trasporta en imágenes las palabras, el protagonista, un viejo maestro de la pintura, es capaz de representar el sueño y una visión sugestiva de la realidad transformándola en algo mas vivido y sentido. Wang-fo y su aprendiz viven en el arte, la pintura es forma de trascender y de ver más allá, de escapar…



CÓMO SE SALVÓ WANG-FÔ


Por: Marguerite Yourcenar


El anciano pintor Wang-Fô y su dis¬cípulo Ling erraban por los caminos del reino de Han.

Avanzaban lentamente pues Wang-Fô se detenía durante la noche a contemplar los astros y durante el día a mirar las libélulas. No iban muy cargados, ya que Wang-Fô amaba la imagen de las cosas y no las cosas en sí mismas, y ningún objeto del mundo le parecía digno de ser adquirido a no ser pinceles, tarros de laca y rollos de seda o de papel de arroz. Eran pobres, pues Wang-Fô trocaba sus pinturas por una ración de mijo y despreciaba las monedas de plata. Su dis¬cípulo Ling, doblándose bajo el peso de un saco lleno de bocetos, encorvaba respetuosa¬mente la espalda, como si llevara encima la bóveda celeste, ya que aquel saco, a los ojos de Ling, estaba lleno de montañas cubiertas de nieve, de ríos en primavera y del rostro de la luna de verano.

Ling no había nacido para correr los caminos al lado de un anciano que se apo¬deraba de la aurora y apresaba el crepúscu¬lo. Su padre era cambista de oro; su madre era la hija única de un comerciante de jade, que le había legado sus bienes maldiciéndola por no ser un hijo. Ling había crecido en una casa donde la riqueza abolía las in-seguridades. Aquella existencia, cuidadosa¬mente resguardada, lo había vuelto tímido: tenía miedo de los insectos, de la tormenta y del rostro de los muertos. Cuando cum¬plió quince años, su padre le escogió una es¬posa, y la eligió muy bella, pues la idea de la felicidad que proporcionaba a su hijo lo con¬solaba de haber llegado a la edad en que la noche sólo sirve para dormir. La esposa de Ling era frágil como un junco, infantil como la leche, dulce como la saliva, salada como las lágrimas. Después de la boda, los padres de Ling llevaron su discreción hasta el punto de morirse, y su hijo se quedó solo en su casa pintada de cinabrio, en compañía de su joven esposa, que sonreía sin cesar, y de un ciruelo que daba flores rosas cada primavera. Ling amó a aquella mujer de corazón límpido igual que se ama a un espejo que no se empaña nunca, o a un talismán que siempre nos pro¬tege. Acudía a las casas de té para seguir la moda, y favorecía moderadamente a bailari¬nas y acróbatas.



Una noche, en una taberna, tuvo por compañero de mesa a Wang-Fô. El anciano había bebido, para ponerse en un estado que le permitiera pintar con realismo a un borra¬cho; su cabeza se inclinaba hacia un lado, como si se esforzara por medir la distancia que separaba su mano de la taza. El alcohol de arroz desataba la lengua de aquel arte¬sano taciturno, y aquella noche, Wang habla¬ba como si el silencio fuera una pared y las palabras unos colores destinados a embadur¬narla. Gracias a él, Ling conoció la belleza que reflejaban las caras de los bebedores, difuminadas por el humo de las bebidas ca¬lientes, el esplendor tostado de las carnes la¬midas de una forma desigual por los lengüetazos del fuego, y el exquisito color de rosa de las manchas de vino esparcidas por el manteles como pétalos marchitos. Una ráfaga de viento abrió la ventana; el aguacero pe¬netró en la habitación. Wang-Fô se agachó para que Ling admirase la lívida veta del rayo y Ling, maravillado, dejó de tener miedo a las tormentas.

Ling pagó la cuenta del viejo pintor; como Wang-Fô no tenía ni dinero ni mora¬da, le ofreció humildemente un refugio. Hi¬cieron juntos el camino; Ling llevaba un farol; su luz proyectaba en los charcos inesperados destellos. Aquella noche, Ling se enteró con sorpresa de que los muros de su casa no eran rojos, como él creía, sino que tenían el color de una naranja que se empieza a pudrir. En el patio, Wang-Fô advirtió la forma deli¬cada de un arbusto, en el que nadie se había fijado hasta entonces, y lo comparó a una mujer joven que dejara secar sus cabellos. En el pasillo, siguió con arrobo el andar va¬cilante de una hormiga a lo largo de las grietas de la pared, y el horror que Ling sen¬tía por aquellos bichitos se desvaneció. Enton¬ces, comprendiendo que Wang-Fô acababa de regalarle un alma y una percepción nuevas, Ling acostó respetuosamente al anciano en la habitación donde habían muerto sus padres.

Hacía años que Wang-Fô soñaba con hacer el retrato de una princesa de antaño tocando el laúd bajo un sauce. Ninguna mujer le parecía lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling podía serlo, pues¬to que no era una mujer. Más tarde, Wang-Fô habló de pintar a un joven príncipe ten¬sando el arco al pie de un alto cedro. Ningún joven de la época actual era lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling mandó posar a su mujer bajo el ciruelo del jardín. Después, Wang-Fô la pintó vestida de hada entre las nubes del poniente, y la joven lloró, pues aquello era un presagio de muerte. Des¬de que Ling prefería los retratos que le hacía Wang-Fô a ella misma, su rostro se marchi¬taba como la flor que lucha con el viento o con las lluvias de verano. Una mañana la en¬contraron colgada de las ramas del ciruelo rosa: las puntas de la bufanda de seda que la estrangulaba flotaban al viento mezcladas con sus cabellos; parecía aún más esbelta que de costumbre, y tan pura como las beldades que cantan los poetas de tiempos pasados. Wang-Fô la pintó por última vez, pues le gustaba ese color verdoso que adquiere el rostro de los muertos. Su discípulo Ling desleía los colores y este trabajo exigía tanta aplicación que se olvidó de verter unas lágrimas.

Ling vendió sucesivamente sus escla¬vos, sus jades y los peces de su estanque para proporcionar al maestro tarros de tinta púr¬pura que venían de Occidente. Cuando la casa estuvo vacía, se marcharon y Ling cerró tras él la puerta de su pasado. Wang-Fô estaba cansado de una ciudad en donde ya las caras no podían enseñarle ningún secreto de belleza o de fealdad, y juntos ambos, maes¬tro y discípulo, vagaron por los caminos del reino de Han.

Su reputación los precedía por los pue¬blos, en el umbral de los castillos fortifica¬dos y bajo el pórtico de los templos donde se refugian los peregrinos inquietos al llegar el crepúsculo. Se decía que Wang-Fô tenía el poder de dar vida a sus pinturas gracias a un último toque de color que añadía a los ojos. Los granjeros acudían a suplicarle que les pintase un perro guardián, y los señores que¬rían que les hiciera imágenes de soldados. Los sacerdotes honraban a Wang-Fô como a un sabio; el pueblo lo temía como a un brujo.

Wang se alegraba de estas diferencias de opi¬niones que le permitían estudiar a su alre¬dedor las expresiones de gratitud, de miedo o de veneración.
Ling mendigaba la comida, velaba el sueño de su maestro y aprovechaba sus éxtasis para darle masaje en los pies. Al apuntar el día, mientras el anciano seguía durmiendo, salía en busca de paisajes tímidos, escondidos detrás de los bosquecillos de juncos. Por la noche, cuando el maestro, desanimado, tiraba sus pinceles al suelo, él los recogía. Cuando Wang-Fô estaba triste y hablaba de su avan¬zada edad, Ling le mostraba sonriente el tronco sólido de un viejo roble; cuando Wang-Fô estaba alegre y soltaba sus chanzas, Ling fingía escucharlo humildemente.

Un día, al atardecer llegaron a los arrabales de la ciudad imperial, y Ling buscó para Wang-Fô un albergue donde pasar la noche. El anciano se envolvió en sus harapos y Ling se acostó junto a él para darle calor, pues la primavera acababa de llegar y el suelo de barro estaba helado aún. Al llegar el alba, unos pesados pasos resonaron por los pasi¬llos de la posada; se oyeron los susurros amedrentados del posadero y unos gritos de mando proferidos en lengua bárbara. Ling se estremeció, recordando que el día anterior había robado un pastel de arroz para la comida del maestro. No puso en du¬da que venían a arrestarlo y se preguntó quién ayudaría mañana a Wang-Fô a vadear el próximo río.

Entraron los soldados provistos de fa¬roles. La llama, que se filtraba a través del papel de colores, ponía luces rojas y azules en sus cascos de cuero. La cuerda de un arco vibraba en su hombro, y, de repente, los más feroces rugían sin razón alguna. Pusieron su pesada mano en la nuca de Wang-Fô, quien no pudo evitar fijarse en que sus mangas no hacían juego con el color de sus abrigos.

Ayudado por su discípulo, Wang-Fô siguió a los soldados, tropezando por unos caminos desiguales. Los transeúntes, agrupa¬dos, se mofaban de aquellos dos criminales a quienes probablemente iban a decapitar. A todas las preguntas que hacía Wang, los soldados contestaban con una mueca salvaje. Sus manos atadas le dolían y Ling, desespe¬rado, miraba a su maestro sonriendo, lo que era para él una manera más tierna de llorar.

Llegaron a la puerta del palacio impe¬rial, cuyos muros color violeta se erguían en pleno día como un trozo de crepúsculo. Los soldados obligaron a Wang-Fô a franquear innumerables salas cuadradas o circulares, cuya forma simbolizaba las estaciones, los puntos cardinales, lo masculino y lo femenino, la longevidad, las prerrogativas del poder. Las puertas giraban sobre sí mismas mientras emitían una nota de música, y su disposición era tal que podía recorrerse toda la gama al atravesar el palacio de Levante a Poniente. Todo se concertaba para dar idea de un poder y de una sutileza sobrehumanas y se percibía que las más ínfimas órdenes que allí se pro¬nunciaban debían de ser definitivas y terribles, como la sabiduría de los antepasados. Final¬mente, el aire se enrareció; el silencio se hizo tan profundo que ni un torturado se hubiera atrevido a gritar. Un eunuco levantó una cor¬tina; los soldados temblaron como mujeres, y el grupito entró en la sala en donde se hallaba el Hijo del Cielo sentado en su trono.

Era una sala desprovista de paredes, sostenida por unas macizas columnas de piedra azul. Florecía un jardín al otro lado de los fustes de mármol y cada una de las flores que encerraban sus bosquecillos pertenecía a una exótica especie traída de allende los mares. Pero ninguna de ellas tenía perfume, por temor a que la meditación del Dragón Ce¬leste se viera turbada por los buenos olores. Por respeto al silencio en que bañaban sus pensamientos, ningún pájaro había sido ad¬mitido en el interior del recinto y hasta se había expulsado de allí a las abejas. Un alto muro separaba el jardín del resto del mundo, con el fin de que el viento, que pasa sobre los perros reventados y los cadáveres de los campos de batalla, no pudiera permitirse ni rozar siquiera la manga del Emperador.

El Maestro Celeste se hallaba sentado en un trono de jade y sus manos estaban arrugadas como las de un viejo, aunque ape¬nas tuviera veinte años. Su traje era azul, para simular el invierno, y verde, para recordar la primavera. Su rostro era hermoso, pero im¬pasible como un espejo colocado a demasiada altura y que no reflejara más que los astros y el implacable cielo. A su derecha tenía al Ministro de los Placeres Perfectos y a su iz¬quierda al Consejero de los Tormentos Justos. Como sus cortesanos, alineados al pie de las columnas, aguzaban el oído para recoger la menor palabra que de sus labios se escapara, había adquirido la costumbre de hablar siempre en voz baja.

—Dragón Celeste —dijo Wang-Fô, prosternándose—, soy viejo, soy pobre y soy débil. Tú eres como el verano; yo soy como el invierno. Tú tienes Diez Mil Vidas; yo no ten¬go más que una y pronto acabará. ¿Qué te he hecho yo? Han atado mis manos que jamás te hicieron daño alguno.

—¿Y tú me preguntas qué es lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? —dijo el Em-perador.
Su voz era tan melodiosa que daban ganas de llorar. Levantó su mano derecha, que los reflejos del suelo de jade transforma¬ban en glauca como una planta submarina, y Wang-Fô, maravillado por aquellos dedos tan largos y delgados, trató de hallar en sus recuerdos si alguna vez había hecho del Em¬perador o de sus ascendientes un retrato tan mediocre que mereciese la muerte. Mas era poco probable, pues Wang-Fô hasta aquel momento, apenas había pisado la corte de los Emperadores, prefiriendo siempre las chozas de los granjeros o, en las ciudades, los arra¬bales de las cortesanas y las tabernas del mue¬lle en las que disputan los estibadores.



—¿Me preguntas lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? —prosiguió el Emperador, in-clinando su cuello delgado hacia el anciano que lo escuchaba—. Voy a decírtelo. Pero como el veneno ajeno no puede entrar en nosotros, sino por nuestras nueve aberturas, para poner¬te en presencia de tus culpas deberé recorrer los pasillos de mi memoria y contarte toda mi vida. Mi padre había reunido una colec¬ción de tus pinturas en la estancia más es¬condida del palacio, pues sustentaba la opi¬nión de que los personajes de los cuadros deben ser sustraídos a las miradas de los pro¬fanos, en cuya presencia no pueden bajar los ojos. En aquellas salas me educaron a mí, viejo Wang-Fô, ya que habían dispuesto una gran soledad a mi alrededor para permitirme crecer. Con objeto de evitarle a mi candor las salpicaduras humanas, habían alejado de mí las agitadas olas de mis futuros súbditos, y a nadie se le permitía pasar ante mi puerta, por miedo a que la sombra de aquel hombre o mujer se extendiera hasta mí. Los pocos y viejos servidores que se me habían concedido se mostraban lo menos posible; las horas daban vueltas en círculo; los colores de tus cuadros se reavivaban con el alba y palidecían con el crepúsculo. Por las noches, yo los contempla¬ba, cuando no podía dormir, y durante diez años consecutivos estuve mirándolos todas las noches. Durante el día, sentado en una al¬fombra cuyo dibujo me sabía de memoria, reposando la palma de mis manos vacías en mis rodillas de amarilla seda, soñaba con los goces que me proporcionaría el porvenir. Me imaginaba al mundo con el país de Han en medio, semejante al llano monótono y hueco de la mano surcada por las líneas fa¬tales de los Cinco Ríos. A su alrededor, el mar donde nacen los monstruos y, más lejos aún, las montañas que sostienen el cielo Y para ayudarme a imaginar todas esas cosas, yo me valía de tus pinturas. Me hiciste creer que el mar se parecía a la vasta capa de agua extendida en tus telas, tan azul que una pie¬dra al caer no puede por menos de con¬vertirse en zafiro; que las mujeres se abrían y se cerraban como las flores, semejantes a las criaturas que avanzan, empujadas por el viento, por los senderos de tus jardines, y que los jóvenes guerreros de delgada cintura que velan en las fortalezas de las fronteras eran como flechas que podían traspasarnos el corazón. A los dieciséis años, vi abrirse las puer¬tas que me separaban del mundo: subí a la terraza del palacio para mirar las nubes, pero eran menos hermosas que las de tus crepúsculos. Pedí mi litera: sacudido por los caminos, cuyo barro y piedras yo no había previsto, recorrí las provincias del imperio sin hallar tus jardines llenos de mujeres parecidas a lu¬ciérnagas, aquellas mujeres que tú pintabas y cuyo cuerpo es como un jardín. Los guijarros de las orillas me asquearon de los océanos; la sangre de los ajusticiados es menos roja que la granada que se ve en tus cuadros; los parásitos que hay en los pueblos me im¬piden ver la belleza de los arrozales; la carne de las mujeres vivas me repugna tanto como la carne muerta que cuelga de los ganchos en las carnicerías, y la risa soez de mis solda¬dos me da náuseas. Me has mentido, Wang-Fô, viejo impostor: el mundo no es más que un amasijo de manchas confusas, lanzadas al vacío por un pintor insensato borradas sin cesar por nuestras lágrimas. El reino de Han no es el más hermoso de los reinos y yo no soy el Emperador. El único imperio sobre el que vale la pena reinar es aquel donde tú penetras, viejo Wang-Fô, por el camino de las Mil Cur¬vas y de los Diez Mil Colores. Sólo tú reinas en paz sobre unas montañas cubiertas por una nieve que no puede derretirse y sobre unos campos de narcisos que nunca se marchitan. Y por eso, Wang-Fô, he buscado el suplicio que iba a reservarte, a ti cuyos sortilegios han hecho que me asquee de cuanto poseo y me han hecho desear lo que jamás podré poseer. Y para encerrarte en el único calabozo de donde no vas a poder salir he decidido que te quemen los ojos, ya que tus ojos, Wang-Fô, son las dos puertas mágicas que abren tu reino. Y puesto que tus manos son los dos caminos, divididos en diez bifurcaciones, que te llevan al corazón de tu imperio he dispues¬to que te corten las manos. ¿Me has entendido, viejo Wang-Fô?
Al escuchar esta sentencia, el discípulo Ling se arrancó del cinturón un cuchillo mella¬do y se precipitó sobre el Emperador. Dos guardias lo apresaron. El Hijo del Cielo sonrió y añadió con un suspiro:
—Y te odio también, viejo Wang-Fô, porque has sabido hacerte amar. Matad a ese perro.
Ling dio un salto para evitar que su sangre manchase el traje de su maestro. Uno de los soldados levantó el sable, y la cabeza de Ling se desprendió de su nuca, semejante a una flor tronchada. Los servidores se lleva¬ron los restos y Wang-Fô, desesperado, admiró la hermosa mancha escarlata que la sangre de su discípulo dejaba en el pavimento de piedra verde.

El Emperador hizo una seña y dos eunucos limpiaron los ojos de Wang-Fô.
—Óyeme, viejo Wang-Fô —dijo el Emperador—, y seca tus lágrimas, pues no es el momento de llorar. Tus ojos deben per¬manecer claros, con el fin de que la poca luz que aún les queda no se empañe con tu llanto.

Ya que no deseo tu muerte sólo por rencor, ni sólo por crueldad quiero verte sufrir. Tengo otros proyectos, viejo Wang-Fô. Poseo, entre la colección de tus obras, una pintura admi¬rable en donde se reflejan las montañas, el estuario de los ríos y el mar, infinitamente reducidos, es verdad, pero con una evidencia que sobrepasa a la de los objetos mismos, como las figuras que se miran a través de una esfera. Pero esta pintura se halla inacabada, Wang-Fô, y tu obra maestra, no es más que un esbozo. Probablemente, en el momento en que la estabas pintando, sentado en un valle solitario, te fijaste en un pájaro que pa¬saba, o en un niño que perseguía al pájaro. Y el pico del pájaro o las mejillas del niño te hicieron olvidar los párpados azules de las olas. No has terminado las franjas del manto del mar, ni los cabellos de algas de las rocas. Wang-Fô, quiero que dediques las horas de luz que aún te quedan a terminar esta pin¬tura, que encerrará de esta suerte los últimos secretos acumulados durante tu larga vida. No me cabe duda de que tus manos, tan pró¬ximas a caer, temblarán sobre la seda y el in¬finito penetrará en tu obra por esos cortes de la desgracia. Ni me cabe duda de que tus ojos, tan cerca de ser aniquilados, descubrirán unas relaciones al límite de los sentidos hu¬manos. Tal es mi proyecto, viejo Wang-Fô, y puedo obligarte a realizarlo. Si te niegas, antes de cegarte quemaré todas tus obras y entonces serás como un padre cuyos hijos han sido todos asesinados y destruidas sus espe¬ranzas de posteridad. Piensa más bien, si quieres, que esta última orden es una conse¬cuencia de mi bondad, pues sé que la tela es la única amante a quien tú has acariciado. Y ofrecerte unos pinceles, unos colores y tinta para ocupar tus últimas horas es lo mismo que darle una ramera como limosna a un hom¬bre que va a morir.

A una seña del dedo meñique del Em¬perador, dos eunucos trajeron respetuosamen¬te la pintura inacabada donde Wang-Fô había trazado la imagen del cielo y del mar. Wang-Fô se secó las lágrimas y sonrió, pues aquel apunte le recordaba su juventud. Todo en él atestiguaba una frescura del alma a la que ya Wang-Fô no podía aspirar, pero le faltaba, no obstante, algo, pues en la época en que la había pintado Wang, todavía no había con¬templado lo bastante las montañas, ni las rocas que bañan en el mar sus flancos des¬nudos, ni tampoco se había empapado lo su¬ficiente de la tristeza del crepúsculo. Wang-Fô eligió uno de los pinceles que le presentaba un esclavo y se puso a extender, sobre el mar inacabado, amplias pinceladas de azul. Un eunuco, en cuclillas a sus pies, desleía los colores; hacía esta tarea bastante mal, y más que nunca Wang-Fô echó de menos a su dis¬cípulo Ling.

Wang empezó por teñir de rosa la punta del ala de una nube posada en una montaña. Luego añadió a la superficie del mar unas pequeñas arrugas que no hacían sino acentuar la impresión de su serenidad. El pavimento de jade se iba poniendo singu­larmente húmedo, pero Wang-Fô, absorto en su pintura, no advertía que estaba trabajando sentado en el agua.

La frágil embarcación, agrandada por las pinceladas del pintor, ocupaba ahora todo el primer plano del rollo de seda. El ruido acompasado de los remos se elevó de repente en la distancia, rápido y ágil como un batir de alas. El ruido se fue acercando, llenó sua­vemente toda la sala y luego cesó; unas gotas temblaban, inmóviles, suspendidas de los remos del barquero. Hacía mucho tiempo que el hierro al rojo vivo destinado a quemar los ojos de Wang se había apagado en el bra­sero del verdugo. Con el agua hasta los hom­bros, los cortesanos, inmovilizados por la eti­queta, se alzaban sobre la punta de los pies. El agua llegó por fin a nivel del corazón im­perial. El silencio era tan profundo que hu­biera podido oírse caer las lágrimas.

Era Ling, en efecto. Llevaba puesto su traje viejo de diario, y su manga derecha aún llevaba la huella de un enganchón que no había tenido tiempo de coser aquella ma­ñana, antes de la llegada de los soldados. Pero lucía alrededor del cuello una extraña bufanda roja.

Wang-Fô le dijo dulcemente, mientr­as continuaba pintando:

—Te creía muerto.

—Estando vos vivo —dijo respetuosa­mente Ling—, ¿cómo podría yo morir?

Y ayudó al maestro a subir a la barca. El techo de jade se reflejaba en el agua, de suerte que Ling parecía navegar por el in­terior de una gruta. Las trenzas de los cor­tesanos sumergidos ondulaban en la superficie como serpientes, y la cabeza pálida del Em­perador flotaba como un loto.

—Mira, discípulo mío —dijo melancó­licamente Wang-Fô—. Esos desventurados van a perecer si no lo han hecho ya. Yo no sabía que había bastante agua en el mar para ahogar a un Emperador. ¿Qué podemos hacer?

—No temas, Maestro— murmuró el discípulo. Pronto se hallarán a pie enjuto, y ni siquiera recordarán haberse mojado las mangas. Tan sólo el Empera­dor conservará en su corazón un poco de amargor marino. Estas gentes no están he­chas para perderse por el interior de una pintura. Y añadió:

—La mar está tranquila y el viento es favorable. Los pájaros marinos están haciendo sus nidos. Partamos, Maestro, al país de más allá de las olas.

—Partamos —dijo el viejo pintor.

Wang-Fô cogió el timón y Ling se in­clinó sobre los remos. La cadencia de los mis­mos llenó de nuevo toda la estancia, firme y regular como el latido de un corazón. El nivel del agua iba disminuyendo insensiblemente en torno a las grandes rocas verticales que volvían a ser columnas. Muy pronto, tan sólo unos cuantos charcos brillaron en las depresio­nes del pavimento de jade. Los trajes de los cortesanos estaban secos, pero el Emperador conservaba algunos copos de espuma en la orla de su manto.

El rollo de seda pintado por Wang-Fô permanecía sobre una mesita baja. Una barca ocupaba todo el primer término. Se alejaba poco a poco dejando tras ella un del­gado surco que volvía a cerrarse sobre el mar inmóvil. Ya no se distinguía el rostro de los dos hombres sentados en la barca, pero aún podía verse la bufanda roja de Ling y la barba de Wang-Fô, que flotaba al viento.

La pulsación de los remos fue debili­tándose y luego cesó, borrada por la distan­cia. El Emperador, inclinado hacia delante, con la mano a modo de visera delante de los ojos, contemplaba alejarse la barca de Wang-Fô, que ya no era más que una mancha im­perceptible en la palidez del crepúsculo. Un vaho de oro se elevó, desplegándose sobre el mar. Finalmente, la barca viró en derredor a una roca que cerraba la entrada a la alta mar; cayó sobre ella la sombra del acantilado; borrose el surco de la desierta superficie y el pintor Wang-Fô y su discípulo Ling desapare­cieron para siempre en aquel mar de jade azul que Wang-Fô acababa de inventar.